Textos de Otres
Yo andaría por los diez cuando papá compró una camioneta celeste a un maestro chaqueño. Se la veía traqueteada, curtida de selva y monte, pero andaba. Papá decía: responde bien, como queriendo decir, con eso me basta. Mientras nos lleve a todos lados. Listo. No era poca cosa, en la familia la mayoría andaba a pie.
La abuela se había hecho ilusión de que fuese color verde agua y no tan armatoste. Pero salvo eso que podía amargar a papá, porque ella siempre buscaba pegar en la matadura, los parientes vinieron a felicitarlo y todos tan contentos.
Con la camioneta, empezamos a distanciarnos de Lanús. Los fines de semana a mamá se le ocurría ir hacia La Plata para cortar retamas por el camino. Tenía pasión por los centros de mesa. Hizo varios mirando los modelos en las revistas de señoras. Con y sin retamas. Con gerberas. Agregándoles piñas secas. Decorando según las diferentes alturas de las plantas utilizadas, decían en la tele y ella, al pie de letra. Si íbamos a la tintorería, les hablaba a los tintoreros con palabras de arreglos florares: ikebana, kenzan, “esterlicia”, que era la flor de pájaro, pero en la rara lengua vegetal. Para ella todos los japoneses sabían sobre arreglos florales. Le sonreían desde que entrábamos hasta que nos íbamos del negocio, de donde yo salía grogui por el vapor y el aire saturado de aguarrás. Mamá se esforzaba por ser ama de casa. Lo sé porque lo escuché de su propia boca. Le gustaba escaparse a las reuniones de la rama femenina, aunque hubiese proscripción. Después volvía y me servía vascolet.
Para la abuela, el mejor programa era ir a una casa lúgubre con olor a encierro donde vivía su hermana. Vaya uno a saber con qué nos vamos a encontrar cuando lleguemos. Usaba el tono de las peores desgracias. Yo me abrazaba a mamá y le pedía que no fuésemos a esa casa; ella me pasaba la mano por el pelo con suavidad, me peinaba con la palma abierta y desenredaba hebras de pelo finitas y anudadas. Yo me apretaba más a ella porque necesitaba una respuesta: no vamos. Pero era papá el que casi siempre decidía la salida. Mamá decía, está bien, le voy a dar el gusto, si quiere ir a Florencio Varela, vamos.
Mi familia era un poco alborotada. Un poco. Tenían una manera intensa de expresar las alegrías y vivir los reveses. Había algún irresponsable al que le decían el tiro al aire. En el mejor de los casos, los adultos habían llegado a sexto grado, con la excepción del tío Fito que decía que gracias a Perón había podido estudiar en Ciencias Exactas. Las palabras “ciencias” y “exactas” me producían admiración, como si fuesen colosales o prodigiosas, pero no las entendía.
Un domingo, a unos meses de comprar la camioneta, salimos hacia la casa quinta que la sobrina de mi abuelo Antonio tenía en Florencio Varela. Mi abuela, la paterna, se había casado con él en segundas nupcias. La familia de Antonio contaba con un buen número de escribanos y abogados, y un capitán de navío casado con su sobrina. Las mujeres estaban al comando de hijos, hijas y señoras que les hacían la limpieza de la casa. En esa familia nunca gritaban, pero tenían miradas fuertes que te podían parar en seco. La casa de fin de semana era como ocho veces la nuestra y estaba equipada con cosas necesarias y otras inútiles a simple vista.
Ese domingo había parientes de ellos dando vueltas entre los rosales que cuidaba en persona el capitán de navío.
El capitán, que además era ingeniero, daba todo un espectáculo: se calzaba guantes de jardinero de oficio, tiraba insecticida contra las hormigas cortadoras, revisaba nudos y mataba insectos. También mostraba su experiencia en recortar arbustos con formas redondas, cuadradas; y hasta hizo un ciervo dando un salto. Para la ocasión, y como las fiestas se aproximaban, puso guirnaldas que se enlazaban como lianas y bombitas de colores en los árboles y los arbustos más altos del jardín. Al grito de ¡allá va!, las encendió todas juntas al atardecer de ese día.
Un cerco de ligustrina separaba el parque de otro lote que servía para el pastoreo de un cordero al que planeaban comer. Lo cuidaba un casero, el portugués, que nunca pudo matarlo. Con el tiempo supimos que otro hombre, que siempre andaba cerca del capitán, lo reemplazó en la tarea de ultimarlo. Era un hombre bajo y ancho con un rostro brutal.
Ese domingo, a mamá la notaba incómoda, pero eso no era extraño. Papá le pedía que intentara ser más sociable; ella le contestaba que prefería ser así a parecer estúpida. Yo sabía que con esa palabra se refería a la hermana de Antonio, a la que llamaba “la lírica” porque inflaba el pecho y se ponía a cantar a pedido de los presentes lo mismo de siempre: Torna a Surriento. La papada floja le bailaba con cada vibrato.
Estaban, también, las tres hijas de “la lírica” con sus maridos y todos sus hijos. A media mañana las mujeres se sentaron en las mesas del jardín. Sacaron a relucir sus conversaciones de siempre, incluyendo la misa del gallo y las comidas navideñas. Mamá, muda, dejaba transcurrir la charla. Yo sabía que, después, en nuestra casa de Lanús, las iba a llamar las “comecuras”.
Entre esas mujeres, había una a la que le elogiaron mucho sus cuatro hijas: las mellizas y dos más grandes. Las mellizas llegaron y armaron un gran tumulto. Tiraron por el aire los zapatos y en medias can-can armaron piruetas de ballet en la antesala del comedor. Usaron, sin permiso, un combinado para pasar discos. Dos tías viejas del capitán, hundidas en sillones, las festejaban con aplausos inaudibles. Cuando se aburrieron de bailar, salieron corriendo. Las ancianas quedaron adormecidas como flores secas.
En el cuarto contiguo había una sala con armas. Un lugar crudo a donde el capitán de navío llevó a papá para exhibir su colección. Yo los miraba desde afuera. El capitán era un hombre alto, flaco, de bigotes espesos y no paraba de hablar con gestos nerviosos. Una armadura ocupaba un vértice de la sala y había vitrinas con armas de fuego de todo tamaño: caños largos, medianos, recortados. Mamá me sorprendió mirando la exhibición de pertrechos y me sacó del embobamiento: ahí no hay que pararse a mirar; mucho menos entrar, ni en presencia de un adulto. Aunque todo lo que se veía desde afuera parecía inofensivo e inmóvil, ella dijo: ¡Qué ganas de joder!
Después de la sobremesa, los mayores decidieron ir a visitar a una parienta lejana. Papá se ofreció a llevar a todas las nenas en la camioneta. Los grandes irían en el auto rojo que parecía una gran gota de sangre en el adoquinado de la avenida. Un auto verde estacionado frente a la casa, también estaba a disposición. Todos fuimos saliendo a la calle. La vereda era un revoltijo de gente. Mi abuela materna caminaba hacia el auto rojo junto a las tías viejas del capitán.
El hombre bajo, el matón, como lo había llamado mamá, salió a la vereda para colaborar con la partida y abrir las puertas de los autos. Una vez que cumplió la tarea, se paró en la vereda con las manos cruzadas a la altura del cierre del pantalón y las piernas ligeramente abiertas, desde donde observaba la partida. En el auto verde subieron otras personas.
Cuando papá entró a la camioneta, mamá comentó que las armas en la casa le daban mala espina. Papá no le respondió. Entonces dijo que las mujeres de la casa eran unas antipáticas. Tampoco hubo respuesta.
Una vez que los adultos se distribuyeron en los autos, se decidió que las mellizas viajarían con nosotros. Las tres quedamos en los asientos traseros de la camioneta. Mamá no habló más. Las mellizas se arrodillaron en los asientos y miraron a través de la luneta al auto rojo todavía estacionado detrás nuestro. Yo ya sabía del mimetismo: si una bailaba, la otra la seguía; si se encaprichaba, la otra duplicaba el capricho. Entonces, una se cruzó de brazos, anticipando rabieta, y la otra repitió el gesto.
Hubo unos minutos de silencio. Mamá miraba hacia adelante y papá descansaba los brazos sobre el volante esperando que se adelantara el auto rojo. De pronto, la madre de las mellizas salió de la casa. Se dirigía a uno de los autos. Las nenas empezaron a golpear la ventanilla para que las llevara con ella. Les ordenó quedarse, pero ellas siguieron a los gritos, suplicando. La madre no cedió y caminó hacia donde estaban esperándola. Entonces, las nenas empezaron a hacer un escándalo de dimensiones. Mamá, inmutable, no se dio vuelta ni una sola vez para tranquilizarlas.
Papá se había bajado de la camioneta para seguir algunas instrucciones de viaje que le daba el capitán. Desde afuera parecía ajeno a los antojos de las chicas que golpeaban las ventanillas. Mamá se hacía unos círculos en las sienes y cerraba los ojos. Sin pensar un segundo, liberé el cerrojo, abrí una puerta y empujé con toda mi fuerza a una de ellas que hizo mucha resistencia. Puso tanta energía que cuando aflojó el cuerpo, salió despedida y cayó en la vereda. La otra bajó por sus propios medios. Y las dos se largaron a llorar. El matón se les acercó y en un gesto que parecía compasivo, las condujo hasta el auto del capitán.
Al fin, tanto griterío alertó a papá. ¿Qué pasó?, preguntó. Mamá le dijo, no pasó nada, las nenas se pusieron terribles y se las llevaron a otro auto. Tuve la impresión de que había usado un tono un poco despreocupado para una madre.
Cuando estuvieron todos arriba de los autos, arrancaron y pasaron por al lado de nuestra camioneta. Papá se apuró a encender el motor, pero algo falló; puede ser el burro de arranque, dijo.
Mamá no se dio vuelta ni una sola vez para rezongarme. Yo me arrodillé para mirar por la luneta y entonces lo vi: el hombre de rostro brutal todavía seguía parado en la vereda. Me cruzó una mirada penetrante como la de las aves con garras. Levantó una mano como si fuese una de las armas de las vitrinas, extendió el brazo, lo puso firme y apuntó con el índice. Me oculté en el asiento muerta de miedo.
Cuando tuve valor para volver a mirar, lo vi: la dirección del dedo cañón era otra, apenas perceptible, apuntaba a mamá que había estado toda la tarde atenta. Con cien ojos. A mamá que nunca dejó de vigilarlo. El sonido del motor de la camioneta me aplacó los latidos. Menos mal que papá arrancó a tiempo.
IG: Pazos757