Textos de Otres
Hongos y versos [Parte I] Extractado del libro «Valles Sonoros» de Diego Alfaro Palma (Alquimia (Ediciones 2023: Parte I 131 a 137)
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A fines de agosto de 1927, Valentina Pavlovna y Robert Gordon Wasson pasaron su luna de miel en las montañas de Catskills, en Big Indiana. La primera tarde de esas vacaciones salieron a pasear tomados de la mano. Avanzaban entre la vegetación silvestre cuando de pronto Valentina se separó de Robert para arrodillarse sobre la tierra: observó emocionada que una gran variedad de hongos poblaba el suelo del bosque, hongos que ella conocía desde su infancia en Rusia, antes de que toda su familia abandonara el país tras la revolución de 1917. Robert, en su inglés nativo, le advirtió mientras ella recogía varios ejemplares en su delantal: “¡Regresa acá, son venenosos!”, lo que no impidió que su compañera los llevara a casa y los preparara para la cena.
Este hecho significativo disparó en Pavlova y Gordon Wasson años de investigación en torno a la importancia cultural del reino fungi en diversas comunidades del mundo, hasta fundar una línea de estudios que llamaron “etnomicología”. Diccionarios, enciclopedias, estudios, viajes alrededor de Europa, recopilaciones de imágenes, entrevistas con científicos y campesinos dotaron a la pareja para indagar en torno a los dos movimientos que surgieron entre ellos esa tarde en Catskills: la micofilia, la cercanía y el culto de una cultura a los hongos, y la micofobia, el terror impuesto hacia esas especies. En sí, ambos movimientos podrían definir poderosos efectos históricos, culturales, artísticos y religiosos, incluso abrir una puerta para comprender los cultos mistéricos que pervivieron durante siglos en los pueblos indoeuropeos, en donde las plantas y hongos sagrados jugaron un papel preponderante. Sin embargo, ambos topaban con una piedra no menor: el no conocer en vivo y en directo a una población contemporánea que rindiera culto a los hongos.
Eso se revirtió cuando otra tarde, casi diez años después de su luna de miel, recibieron una carta del poeta y ensayista Robert Graves, conocido por sus estudios sobre mitología y autor del brillante texto La diosa blanca. En la misiva, Graves adjuntaba un recorte de una revista farmacéutica que hablaba sobre el trabajo de campo del joven investigador Richard Evan Schultes, quien citaba a una serie de frailes españoles del siglo XVII que “contaban acerca de un extraño culto a los hongos entre los indios de Mesoamérica”. Una segunda carta llegó ese mismo día, escrita por Giovanni Mardersteig, impresor en Verona, que les enviaba un dibujo de un artefacto arqueológico hallado en Mesoamérica, que representaba un hongo tallado en piedra.
Valentina y Robert volaron a México en el verano de 1953, viaje que luego se convirtió en sucesivas visitas a archivos y a comunidades indígenas, hasta que Robert en 1955 dio con una connotada chamana llamada María Sabina, que los indujo en un rito de consumo de la Claviceps purpurea, conocido popularmente como cornezuelo, ergot o por su nombre náhuatl, teoananácatl. En ese instante, Robert tuvo ante sí la prueba de experiencias relatadas en los cultos mistéricos de Eleusis en la Antigua Grecia, culto que era parte fundante de la relación de ese pueblo con sus dioses; la prueba era que, ante el consumo del hongo, Robert experimentó las mismas sensaciones relatadas en crónicas de la época, sobre todo una de Elio Aristides que hablaba de una amplitud de los sentidos de la vista y la escucha, guiados por “cantos milagrosos”.
Tendido sobre el suelo, esa tarde, Robert comenzó a sentir los cantos de la curandera mazateca; a medida que el efecto avanzaba en la oscuridad, la voz copaba el espacio, sonando más allá de sus pies, junto a los oídos, luego lejos, en un efecto que Robert tildó, en varios de sus libros, como “ventriloquia”, efecto amplificado por golpes de tambor y percusiones sobre el cuerpo. En el viaje, las imágenes se suceden y compenetran con los sonidos, una realidad nueva y desconocida se abre: “Lo que uno mira y lo que uno escucha parece ser una sola cosa: la música asume formas armoniosas, reviste de forma visual sus armonías, y lo que uno está mirando adopta las modalidades de la música: la música de las esferas”, dice Gordon en las páginas introductorias a El camino de Eleusis, volumen que escribiera en conjunto con el científico Albert Hoffman y el historiador Carl A. P. Ruck.
Durante siglos los mazatecos habían ingerido estos hongos sagrados, logrando salvar su culto y sus ritos, de las manos de la represión cristiana de los conquistadores españoles, conocidos micofobos. Así mismo ocurría con los pueblos nativos de Siberia con la famosa Amanita muscaria, o los cultos en la selva de Nueva Guinea. Valentina y Robert con sus libros habían abierto un nuevo campo de estudio sobre la relación entre lo sagrado, la naturaleza, la visión y el éxtasis, hecho que complementaba la labor de Albert Hoffman al desarrollar en un laboratorio suizo la síntesis del LSD, a partir de la misma Claviceps purpurea en 1938: las puertas de la percepción estaban abiertas de par en par.
En sus descripciones, Robert Gordon Wasson refiere a una apertura del "oído del alma", término tan usado por visionarias como Hildegarda von Bingen, o a la sensación de escucha de la música de las esferas, de la teoría medieval del sonido: una conexión directa entre el sujeto y el mundo circundante, en donde se produce una fusión, una unicidad con el todo. Las plantas y hongos sagrados son un medio milenario de acercamiento a la presencia divina o a la percepción de la escucha total. Ya sea la ayahuasca, la Amanita muscaria, la mezcalina, el cucumelo o el San Pedro, el ritmo y el canto de la chamana o chamán y sus percusiones guían el sonido para dirigir las sucesivas visiones: el Yo se ve expuesto a su crisis, a su completa disolución en la resonancia, también al nacimiento de una música inconsciente, visual, riquísima en formas y colores.
El mismo Robert invitó a su tocayo Robert Graves a probar el hongo mexicano Pscilocybe heimii en su departamento en Nueva York, sonando de fondo las grabaciones hechas del rito de María Sabina; el poeta iba con la intención de encontrarse con el paraíso mesoamericano de Tlatocán, hogar del dios Tláloc, deidad del agua y la fertilidad. He aquí su descripción:
Mis experiencias no solo incluyen un paraíso de huertas donde uno ve sonidos, oye colores y observa cómo crecen los árboles hoja por hoja, sino un paraíso de joyas como el que está descrito en el Libro de Ezequiel XXVIII, 13-14.
Otro gringo, esta vez el norteamericano Terence Mckenna en su polémico estudio El manjar de los dioses, relata sus experiencias chamánicas con la ayahuasca, luego de haber estado años en el Amazonas conociendo sus propiedades:
La experiencia provocada por la ayahuasca incluye tapices extremadamente ricos de alucinación visual que son particularmente susceptibles de ser ‘conducidos’ y dirigidos por el sonido, en particular el sonido producido vocalmente. En consecuencia, uno de los legados de las culturas que utilizan la ayahuasca es una gran provisión de icaros, o canciones mágicas.
Pero déjenme citar por último a un chileno, al psiquiatra luminoso Claudio Naranjo, quien visitó también a ni más ni menos que a la famosa María Sabina —famosa por culpa de un artículo publicado por Wasson y Pavlovna en la revista Life en mayo de 1957. Naranjo iba acompañado por un ministro de salud centroamericano y un grupo de funcionarios públicos para probar el hongo teoananácatl:
María Sabina nos asignó nuestros lugares en una fila en el suelo, con Roquet al extremo derecho, yo a su lado, y los dos funcionarios a mi izquierda, y ella se sentó frente a mí, de espaldas a todos nosotros, como si estuviera delante de nosotros en un barco o guiándonos en una procesión. Cantaba o rezaba continuamente, y nos recomendaba que rezáramos también, especialmente en respuesta a los funcionarios cuando gritaban ante la belleza de sus visiones.
Ya sean los rezos cristianos mezclados con la raíz mazateca o los icaros del ayahuasca del Amazonas, los sonidos en estas ceremonias encaminan las alucinaciones hacia una sanación deseada. Lo que sabía María Sabina era lo que por siglos su pueblo había transmitido de boca en boca, es decir: la comunión con la “gentecita” o “niños santos”, nombre milenario de los hongos, cuyo patrono en el panteón azteca era Piltzintecuhtli, el “señor niñito”, sol naciente, quien tuvo de compañera a la diosa Xochiquetzal, “la flor de la pluma rica”, personificación de la belleza y el amor, cuyos adoradores cultivaban en sus jardines flotantes las flores que eran consumidas en los templos y en los palacios de Tenochtitlán.
Hongos y plantas sagradas, voz, tambor y oídos abren la mente para el lenguaje de los dioses, para la disolución del yo.
Diego Alfaro Palma
IG: diego.alfarop